Avanzamos por la carretera sin pavimentar. El calor del verano humedecía el cuerpo con gruesas gotas que bajaban por la espalda o las diminutas que perlaban la frente. Las ventanillas del coche iban abiertas y el polvo de ese camino rojizo cosquilleaba en la nariz. Leo iba a mi lado y yo era feliz. Nada perturbaba aquella primera aventura a la finca de sus padres, en un remoto paraje de la llanura nicaragüense, verde siempre, donde las vacas pastaban plácidamente. Para un chico que casi nunca salía de la ciudad —por aquel tiempo tendría 23 o 24 años—, visitar el campo, quedarse a dormir en el campo, pasar una semana en el campo era de verdad una experiencia nueva. Estaba locamente enamorado y hacer aquello con aquel hombre 10 años mayor me parecía una promesa deliciosa. Dejamos el coche a un lado del camino, porque en adelante el terreno era accidentando, rocoso, lleno de huecos y vegetación densa. Ahí estaba esperándonos el padre de Leo junto a un par de peones que trabajaban en su finca. Oh, sorpresa, el siguiente trecho había que hacerlo en “bestia”, como llamaban a los hermosos animales que nos esperaban para montarlos. Me puse nervioso. En mi vida había montado un animal de esos. Pregunté por la posibilidad de hacer el tramo a pie, pero me dijeron que era muy largo, tardaríamos muchísimo y la comida esperaba. Leo me ayudó a montar al animal —¿sería una yegua, un caballo?— y me dio instrucciones para domarlo, que me hiciera caso, para cabalgar. Pero los peones, pérfidos campesinos dispuestos a reírse de un novato, le dieron un manotazo y el centauro salió disparado, lanzándome a ese verde espumoso del que no podría escaparme en una semana. Cuando Leo me alcanzó y me ayudó a domar a la bestia, iniciamos un viaje memorable, tan lindo que está guardado en una caja especial de mi cerebro, en donde espero se quede hasta el final. Debo decir que aquel compañero mío, con su sombrero de ala ancha, sus vaqueros y botas de anuncio de cigarrillos, me provocaba deseo y admiración en la misma proporción. Para mí era bello y estaba dispuesto a soportar lo que vendría, porque en medio de aquel enorme matorral me dijo que en la finca no había luz, la ducha sería con vasijas (“guacal”, se llaman en Nicaragua) al lado del pozo y deberíamos dormir en camas separadas, porque en aquellas tierras la idea de dos hombres en la misma no se pensaba ni como un chiste. Yo era el amigo citadino que pasaba las vacaciones de verano con su familia.Aquella primera comida fue copiosa. La casa era una amplia construcción rudimentaria, hecha con enormes tablones de madera. En la cocina el piso era de tierra y las mujeres lo humedecían todas las mañanas para evitar el polvo. Todo se cocinaba en un fogón oscuro por el hollín. Ese era el territorio de ellas, donde la madre de Leo mandaba. Chicharrones fritos, arroz, frijoles, plántanos verdes cocidos y una ensalada de repollo en cantidades abundantes marcaron aquella primera comida, en la que Leo contó las novedades de la ciudad, sobre todo las políticas. Después de la comida, él y yo dimos un paseo. Caminamos por aquel vasto pastizal al lado de rechonchas vacas y hermosos terneros. Cuando ya nos habíamos alejado mucho de la casa, me tomó la mano. Era la primera vez en el día que me tocaba desde que salimos de Managua. Nos besamos y nos tiramos en aquel pasto hirsuto. Había un olor dulzón, mezcla de estiércol y hierba. Toqué su pecho de piel cobre, me aferré a sus brazos macizos, fuertes, tallados en el campo, y me sentí seguro, libre, en paz. Descubrí en aquel prado húmedo lo que es el amor, uno que duraría más de seis años. Leo, su padre, sus hermanos y los peones despertaban cada mañana a las cuatro o cinco. Ordeñaban a las vacas, porque todos los días vendían la leche fresca a los camiones que entraban a las fincas para distribuirla a las compañías lecheras de la zona. En la casa dejaban una parte para preparar queso; uno fresco, delicioso, que yo no paraba de comer. Pero la mejor parte eran aquellos paseos cargados de deseo y recompensados con un placer empalagoso, el cuerpo extenuado, cubierto de hierba y la sonrisa de satisfacción en los rostros. Nos reíamos cómplices, escondiendo aquel pecado tan gozoso. Cada final de jornada en los establos era la promesa de una tarde en el paraíso. Dos Adanes comiendo el fruto prohibido en una pradera de un Edén tropical. Muchos años más tarde, mientras despertaba de la muerte en un hospital de México, aquel recuerdo guardado en una caja especial de mi cerebro resucitó conmigo y con él las ganas de vivir, de montar la vida en un centauro, que alguien le dé un manotazo y la hermosa bestia me lleve a descubrir un mundo mágico, cargado de deseos y placeres como aquel amor en las remotas planicies ganaderas de Nicaragua.Carlos S. Maldonado es periodista, redactor de EL PAÍS México.
EL PAÍS publica cada día en agosto historias de ‘Amores de Verano’.

Carlos S. Maldonado: Dos Adanes en un Edén tropical
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