México está inmerso en un enorme debate que atraviesa su historia y su cultura, su actualidad sangrienta y la búsqueda de la paz. Ha sido la música, los narcocorridos, en concreto, quienes han ocasionado un oleaje que ha puesto a pensar sobre la complacencia y hasta el disfrute con que todo un país se deja envolver por el magnético universo del crimen organizado. De camino, han surgido reflexiones profundas, aunque no inéditas, acerca de los límites entre la creación y la censura, los resultados de una prohibición frente a los frutos de una ética asimilada. Las canciones de las bandas que ensalzan la vida y milagros de los grandes capos del narcotráfico se han atravesado en el discurso político de una nación que quiere escapar de la violencia. Al rechazo y la condena que ciertas letras de los corridos suscitan en el Palacio Nacional se han sumado gobernantes de todos los rincones que han puesto veto a los conciertos de este género regional que lleven en su repertorio la voz y la imagen de los criminales. Hay muchos ángulos en los que enredarse, pero se da por bueno, para empezar, que la discusión se haya abierto camino.Tres acontecimientos recientes han evidenciado la pertinencia del debate. Primero, un concierto de Los Alegres del Barranco, el 29 de marzo en Guadalajara, en el que se proyectaron imágenes del Mencho, líder del cartel de Jalisco, ante un público entusiasta cuando el país entero tenía todavía el estómago revuelto por los hallazgos de ropa, cientos de zapatos y huesos humanos en un rancho de entrenamiento y tortura de futuros sicarios, a solo unos kilómetros del sonido de la música. Segundo, la retirada inmediata de las visas, por parte de Estados Unidos, para los miembros de la banda, lo que puso en guardia a tantos otros que triunfan millonariamente en aquellas tierras con similar utilería. Y, tercero, un concierto en Texcoco, a 30 minutos de la capital, donde el intérprete, Luis R. Conríquez, tuvo que abandonar el escenario por negarse a cantar narcocorridos minutos antes de que se desencadenara un pandemónium donde no quedó sana ni una pandereta. La violencia desatada por un público frustrado sobrevoló de nuevo las conciencias.Ya hacía tiempo que el triunfo mundial de famosos como Peso Pluma y sus pistolas, Los Tigres del Norte, el Grupo Firme y tantos otros había puesto en alerta a quienes consideran que la apología del crimen y el disgusto de los miles de víctimas no debe tomarse a la ligera. La presidenta Claudia Sheinbaum ha expresado su rechazo en conferencia respecto a estas canciones y el Gobierno incluso ha ideado un concurso de música por la paz, México canta y encanta, donde intérpretes y compositores promocionen nuevos valores que pasen la exitosa página de un género que ha dado la vuelta al mundo presentando la cara más amarga del país. Tanto hablar del episodio de Guadalajara, algunos han tomado nota, como el Grupo Firme, que trata de desmarcarse del pasado reciente de sus narcoletras y ahora se decanta por tonadas de “amor y el desamor”. Detrás de ello pesa, desde luego, la amenaza de Estados Unidos y también las posibles repercusiones penales en el propio México, aunque los gobernantes, por ahora, se blindan diciendo que “limitarán” en lugar de prohibir y que, desde luego, no están por vetar un género musical, sino las simpatías a favor del narco. Algunos ya han anunciado que en los espacios públicos de su competencia no se escucharán tales canciones ni se contratarán esas bandas.Peso Pluma durante su participación en festival Pa’l Norte, en marzo de 2024 en Monterrey.Miguel Sierra (EFE)Es una polémica repetida. Tómese como ejemplo la batalla que el feminismo emprendió años atrás contra los reguetones que se recreaban en un machismo rancio. También aquello ocasionó la cancelación de recitales y verbenas en medio mundo. Pero no es difícil entender por qué los políticos en México tratan este asunto como quien acaricia a un puercoespín: la sociedad al completo baila y brinda con los narcocorridos, que llevan décadas incrustados en la cultura musical del país con un nombre que no deja lugar a dudas. Es parte de la atracción que generan las vidas de los líderes de los carteles, que en ocasiones pasan por un benefactor de la comunidad, que regala juguetes y comida, da trabajo o pone orden en la delincuencia callejera. Lo mismo ocurre, y estos días se cita mucho en las tertulias, con algunas series del narco, donde los malos se dulcifican hasta inocular la comprensión. O con la literatura.El tristemente famoso rancho de Izaguirre, el de reclutamiento, tortura y asesinato citado antes, evidenció una realidad tantas veces sabida: que los carteles necesitan mano de obra juvenil para controlar sus miles de negocios. Son, ya ha dicho, lo publicó la revista científica Science, la quinta empresa de México, con unos 180.000 empleados, muchos de los cuales provienen de los márgenes paupérrimos de pueblos y ciudades y encuentran en el sicariato una forma de vida. Pero otros acaban en ranchos como el de Izaguirre mediante engaños de falsas ofertas de empleo legal. Allí los deshumanizan y sobreviven o sus cadáveres son quemados hasta desaparecer cualquier rastro. El concierto en Guadalajara, días después de aquel siniestro hallazgo, se ha leído en esa clave: la necesidad de los carteles de reclutar jóvenes promocionando una imagen masculina y parrandera, arrojada y temeraria -la misma que anuncian las guitarras de los corridos- cuando su cara amable pasaba horas bajas tras el descubrimiento de aquellos zapatos sin dueño.Las mafias siempre han estado ligadas a la música, que se lo digan a Frank Sinatra. Por eso son muchos los que ahora se llevan las manos a la cabeza en México cuando se cuela en el discurso la frase malinterpretada de que se van a prohibir los corridos. Eso sería imposible, después de décadas poniendo voz a la realidad mexicana que, se quiera o no, está atravesada por la narcocultura. ¿Cómo reprochar a Peso Pluma que entone el día a día que viven millones de jóvenes, la misma canción que se ve en la tele o se sufre en el barrio? Ese no es el camino, dicen quienes tratan de combatir la violencia. Las creaciones artísticas no son el problema, afirman. Y no les falta razón. Tampoco a quienes quieren empezar por algo el camino hacia la paz, mitigando, de paso, el padecer de las víctimas que tienen que soportar un concierto con loas a sus verdugos. No será fácil desentrañar la madeja y comenzar a tejer. Pero la música está dando que pensar.

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